LA CIUDAD DEL CEÑO
Permanecí sentado esperando más de una hora, haste que las tintas grisáceas del horizonte y las neblinas vaporosas que se elevaban sobre la superficie del agua para saludar al sol que iba a salir, me indicaron que empezaba el alba. Los tonos grises fueron tornándose violáceos y después purpúreos; una esplendorosa línea de luz se extendió por el horizonte: un momento después abriéronse las doradas puertas, y el glorioso sol, lleno de pompa y esplendor, se presentó en el espacio, convirtiendo en día lo que hasta entonces había sido noche.
Aun no podía darme cuenta de nada: sólo veía el cielo; el agua estaba cubierta de una niebla densa, como si una ola de algodón en rama se extendiera sobre ella. El sol fué absorbiendo gradualmente aquella niebla, y entonces pude ver que navegábamos por una hermosísima extensión de azuladas aguas, cuyas orillas no podía divisar.
A unas cuantas millas, tan lejos como la vista podía alcanzar, se veía una serie de peñascos, que formaban por aquel lado lo que podíamos llamar muro de contención del lago. Para mí, era indudable que el río subterráneo desaguaba en el lago por entre aquellas rocas escarpadas. Puede formarse idea de lo poderosa que era la corriente, cuando, a pesar de hallarnos a algunas millas de los peñascos, aun seguía impulsándonos en nuestra marcha. Poco después Umslopogaas, que despertaba entonces, descubrió algo, muy desagradable por cierto.
Viendo flotar un objeto sobre las aguas, el zulú me llamó la atención: manejé los remos hasta acercarnos a ello, y descubrí que era el cuerpo de un hombre, en quien reconocí horrorizado a nuestro criado, el infeliz ascari que dos días antes había desaparecido en la corriente del río subterráneo. Aquel espectáculo me horrorizó: creía haberlo dejado detrás para siempre, y había hecho el viaje con nosotros, llevado por ha corriente. La columna de fuego había tocado su cuerpo. quemándolo y desfigurándolo; el rostro conservaba, sin embargo, la expresión desesperada que vi pintarse en él cuando se hundía.
Débil y abatido- como me hallaba a causa de mis sufrimientos anteriores, aquel espectáculo acabó de descorazonarme, y puedo decir que me alegré cuando poco después vi que el cuerpo se hundía, como si, cumpliendo una misión que le hubieran confiado, se retirase después de nuestra presencia. Umslopogaas observo su desaparición y quedó meditabundo.
-¿Por qué nos habrá seguido hasta aquí? -decía el zulú-. ¡Es mal presagio para mí, y para ti, Macumazahn añadió riéndose.
Me volví airado contra él. Nunca me han gustado tan desagradables indicaciones: las personas que se complacen en los presentimientos deben tener el buen gusto de callarse y guardar para sí solos tales ideas a fin de no molestar a los demás.
Sir Enrique y Good despertaron entonces, y se regocijaron lo que no es decible al ver que habíamos salido del terrible río y veíamos una vez más la luz del sol. La canoa fué muy pronto una Babel: todos discutían lo que íbamos a hacer.
Lo más perentorio era almorzar, porque teníamos bastante apetito; pero no nos quedaba más alimento que unos trozos de carne salada. Una cosa nos preocupaba mucho. ¿Dónde terminaría aquella extensión de agua? Viendo, sin embargo, que las aves acuáticas alzaban el vuelo por la izquierda, deduje que debía haber tierra por allí, e hice que la canoa fuera en aquella dirección. Poco después soplo una brisa fuerte, precisamente en la dirección que necesitábamos: con una manta y un palo improvisamos una vela, y, guiados por el viento, continuamos la marcha llenos de alegría. Entonces nos propusimos hacer nuestro almuerzo con lo poco que teníamos y, después de lavar bien la salazón en las dulces aguas del lago y comerla con gran deleite, encendimos nuestras pipas y esperamos los acontecimientos navegando tranquilamente.
Una hora después, Good, que no soltaba el anteojo, anunció gozoso que veía tierra, y que, a juzgar por el cambio de color que observaba en el agua, debíamos estar cerca de la boca de un río. Poco después vimos una gran cúpula dorada rasgando las nieblas matinales. Mientras discutíamos sorprendidos lo que podría ser aquello, Good nos dió, cuenta de un descubrimiento más importante: un pequeño bote de vela se dirigía hacia nosotros.
Esta noticia, que pronto pudimos comprobar por nuestros propios ojos, nos produjo indescriptible alegría. Si los naturales de las orillas de aquel lago desconocido conocían el arte de navegar, era señal de que tenían cierto grado de civilización.
Nuestra alegría llegó al colmo cuando pudimos ver que no era una canoa, sino un bote a la usanza europea, y que los que lo ocupaban nos habían visto e iban hacia nosotros con extraordinaria rapidez, debida, sin duda, al gran tamaño de la vela. Pronto, sin embargo, dejamos de mirar la embarcación para fijarnos en los que iban en ella, y que eran un hombre y una mujer “casi tan blancos como nosotros”.
Llenos de sorpresa, creyendo tal vez que era ilusión, nos miramos unos a otros; pero era cierto: no podíamos dudarlo. Aquellas personas no eran rubias, pero su color era muy semejante al moreno de los italianos y españoles. Era, pues, un hecho palpable que aquella raza de que habíamos oído hablar existía en realidad, y que, conducidos misteriosamente por una extraordinaria casualidad, la habíamos descubierto.
Mi alegría fué tal, que estuve a punto de lanzar un grito; pero me contuve, y nos estrechamos las manos felicitándonos mutuamente por el éxito de la empresa.
El hombre que ocupaba el bote era, físicamente hablando, bastante hermoso, aunque nada de extraordinario había en él. Tenía el cabello negro, las facciones aguileñas y el rostro inteligente. Iba vestido con un traje de paño obscuro algo así coma una túnica sin mangas, y un kilt5 de la misma tela. Llevaba desnudos los brazos y las piernas, y en el brazo derecho y en la pierna izquierda ostentaba anillos de un metal amarillo que a mí me pareció oro. La mujer tenía un rostro alegre y simpático, en el cual se dibujaba una expresión de timidez y dulzura. Sus ojos eran grandes, y el cabello, muy rizado. Su traje era de la misma tela que el del hombre, y, según supe después, se componía de una especie de camisa de lienzo que le llegaba hasta las rodillas, sobre la cual se colocaba una ancha tira de paño de unos cuatro pies de anchura por quince de largo, arrollándola alrededor del cuerpo en graciosos pliegues y pasándola sobre el hombro izquierdo de tal modo que la punta, teñida de azul, púrpura u otro color según la posición social de la que la usaba, caía por delante hasta el pecho. El pecho y el brazo derechos quedaban completamente desnudos. Es imposible concebir traje más hermoso ni que más favoreciera, sobre todo cuando, como en al presente caso, la que lo llevaba era una mujer joven y bonita.
Good, que apreciaba al instante tales condiciones, quedó sorprendido, y otro tanto me ocurrió a mí. Era sencillísimo, y, sin embargo, ¡qué lindo su efecto!
La presencia de aquellos seres nos sorprendió mucho; pero aun fué mayor la sorpresa de ellos al vernos a nosotros. El hombre pareció sobrecogerse de temor, y por espacio de algunos minutos se mantuvo a cierta distancia de nuestra canoa sin atreverse a avanzar. Al fin nos dirigió la palabra, hablando un lenguaje que nos pareció dulce y grato al oído, pero del cual no pudimos entender una palabra.
Repondimos en inglés, francés, latín, griego, alemán, holandés, zulú, sisutu, kukuano y otros varios dialectos indígenas que poseo; pero nuestro visitante no dio muestras de conocer ninguno de ellos: antes bien pareció atemorizarse más. La mujer, por su parte, parecía querer tomarnos bien la filiación, y Good empleó respecto a ella el mismo procedimiento, cosa que pareció agradarla en extremo.
Al fin el hombre, viendo que no podíamos entendernos, volvió a remar con dirección a la costa. Su embarcación volaba a impulso del viento como una golondrina, y al pasar frente a nuestra proa, mientras el hombre atendía a la vela, Good, aprovechando la ocasión, tiró un beso a la mujer con la punta de sus dedos. Aquel procedimiento me horrorizó por dos razones: primera, porque no me gustaba, y segunda, porque temí que la joven pudiera ofenderse. Con gran sorpresa vi que era todo lo contrario, y que, volviendo la cabeza y viendo que su esposo, hermano o lo que fuera estaba ocupado, devolvió a su vez el beso.
-¡Ah! -exclamé-. ¡Parece que al fin henos hallado un lenguaje que entiende la gente de este país!-
-En ese caso -agregó sir Enrique-, Good será un magnifico intérprete.
Como no apruebo las frivolidades de Good, me enoje con tales palabras, y la conversación se llevó a terreno mas serio.
-Para mí, es indudable -dije- que ese hombre volverá pronto con un ejército de los suyos, y debemos meditar sobre la manera como vamos a recibirlos.
-La cuestión consistirá en el modo como nos reciban– observo sir Enrique.
Good guardó silencio y sacó una caja de zinc que nos había acompañado en todas nuestras excursiones, sin que nunca quisiera decirnos lo que llevaba dentro, aun cuando habíamos insistido en ello, limitándose a decir que algún día nos sería muy útil.
-Pero, ¿qué diablos vais a hacer, Good? -preguntó sir Enrique.
-¿Hacer?, voy a vestirme -repuso Good-. ¿Supongo que no pretenderéis que entre en tierra nueva con esta ropa que llevo puesta, rota y manchada? -cosa que no era cierta en realidad.
No hablamos más, y lo observamos con gran interés. En primer lugar hizo que Alfonso le arreglara el cabello y la barba de un modo que lo favoreciera; después, obligándonos a bajar la vela, se dio un baño, ocupación en la que lo acompañamos nosotros, con gran asombro de Alfonso que, llevandose las manos a la cabeza, decía que aquellos ingleses eran una gente especial. Umslopogaas, que, como la mayor parte de los zulúes bien nacidos, era muy escrupuloso en la limpieza de su persona, no veía, sin embargo, placer alguno en darse un chapuzón en el lago, y permaneció en el bote mirándonos como un espectáculo que lo divertía.
Refrescados por el agua, volvimos a la canoa, y, mientras nos secábamos al sol, Good sacó de la caja una herrnosísima camisa blanca, tan limpia y bien planchada como si acabara de llevarla su lavandera, y un traje completo de capitán de la marina real inglesa, con todos sus cordones, condecoraciones, sombrero de picos, botas, y hasta espada.
-¡Cómo! -exclamamos sir Enrique y yo casi sin aliento-. ¿Vais a poneros todo eso?
-,Claro que sí! -repuso Good con gran seriedad-. Todo depende de la primera impresión, especialmente habiendo señoras. Uno de nosotros, al menos, debe ir vestido con decencia.
No dijimos una palabra. Estábamos confundidos, y sólo nos atrevimos a indicar que no debía desprenderse de la cota de malla. Consintió, aunque no de buen grado, y cuando estuvo completamente vestido y ostentaba todas sus condecoraciones, se contempló en las aguas del lago mostrando viva satisfacción. Umslopogaas estaba admirado; Alfonso no podía reprimir su afán de alabanzas, y sir Enrique y yo nos resentíamos de que Good nos hubiera ocultado por tanto tiempo lo que llevaba en aquella caja.
Un espíritu de emulación se despertó en nosotros, y tratamos de arreglarnos lo mejor posible con nuestros trajes de caza, siempre conservando las cotas. Mi aspecto no podía variar mucho, aunque cambiara de ropa; pero sir Enrique, con su traje nuevo de cazador, parecía lo que era: un hombre arrogante. Alfonso se arregló los bigotes, y hasta el viejo Umslopogaas, que desdeñaba el adorno personal, limpió su anillo y se puso la cota de malla que sir Enrique le había regalado, y su “moocha”, con la cual, después de limpiar bien a Inkosi-kaas, estuvo completamente ataviado.
Entretanto, y como después de bañarnos habíamos izado de nuevo la vela, íbamos hacia tierra, o mejor dicho, hacia la desembocadura de un gran río. Pasada cosa de hora y media desde que el bote se separata de nosotros, pudimos ver en aquel río una especie de bahía donde había muchos botes y lanchas de diversos tamaños.
Uno de ellos navegaba merced a veinticuatro remos; loa que tenían velas. Mirando detenidamente con el anteojo, pudimos apreciar que el bote de los remos era un barco oficial: la tripulación vestía uniforme, y un anciano, vestido de blanco, con barba blanca, de venerable aspecto, que llevaba espada ceñida a la cintura, y permanecía sobre la cubierta de proa, debía de ser el capitán. Los demás botes contenían gente que debía de asistir por curiosidad; pero todos avanzaban con gran prisa hacia donde estábamos nosotros.
-¿Qué será? -dije-. ¿Vendrán como amigos, o pretenderán concluir con nosotros?
Ninguno podía responder a esta pregunta; y como no nos gustaba el aspecto belicoso de la tripulación ni del caballero de la espada, sentíamos cierta ansiedad.
En aquel momento Good vió un rebaño de hipopótamos en el agua, a unas doscientas varas de nosotros, y manifestó que le parecía conveniente hacer ver a aquellos indígenas nuestra fuerza, disparando algunos tiros y matando a algún animal, si era posible. Desgraciadamente, acogimos la idea como buena; cargamos los rifles y disparamos sobre los animales, alcanzándolos sin dificultad. El afecto fué desastroso: un raudal de sangre enrojeció el agua, y varios animales, gruñendo furiosamente, murieron rabiando.
Después de disparar mi segundo tiro comprendí que aquellos indígenas no conocían las armas de fuego; pero el efecto que produjeron en ellos nuestros tiros, y la muerte de los animales fué prodigioso. Varias personas de las que ocupaban los botes empezaron a llorar de miedo, otras volvieron atrás, huyendo todo lo más de prisa que podían, y hasta el venerable anciano de la espada se mostró perplejo y alarmado y detuvo su embarcación. Apenas tuvimos tiempo de observarlos, pues uno de los animales que había sido malherido, pero no muerto, volvió contra nosotros mirándonos con furia. Todos hicimos fuego a una, y el animal, herido en varios sitios, desapareció del agua.
La curiosidad fué venciendo el temor de los que presenciaban la escena, y algunos llegaron hasta muy cerca de nosotros; entre ellos, el hombre y la mujer a quienes hablamos visto un par de horas antes. En aquel momento el gran hipopótamo volvió a salir del agua a unas diez varas de distancia del bote, y, furioso, dando un rugido, se lanzó sobre él con la boca abierta. La mujer gritó y el hombre procuró alejar el bote; pero fué inútil. Un segundo después vi cerrarse las rojas mandíbulas y los brillantes colmillos sobre la frágil barquilla, y, dándole un enorme mordisco, la hizo volcar.
El bote se hundió, dejando a los náufragos pataleando en el agua. Un instante más, y antes de que pudiéramos hacer nada por salvarlos la enorme y furiosa bestia se lanzó con la boca abierta sobre la pobre joven. Levantando mi rifle antes de que se cerraran sus mandíbulas, hice fuego, alcanzándolo en la garganta. Una serie de gruñidos y un reguero de sangre fué el resultado; pero antes de que el hipopótamo pudiera defenderse, le alojé otra bala al otro lado de la garganta, y concluí de hecho con él. No volvió a gritar ni a moverse, y se hundió rápidamente. Procuramos salvar a la joven, toda vez que el hombre había logrado saltar a otro bote, y, habiendo podido conseguirlo, la instalamos en nuestra canoa entre las gritos de los espectadores, cansada y asustada, pero sin haber sufrido daño material alguno.
Entretanto, todos los barcos se habían acercado, y pudimos ver que los que los ocupaban, asustados, evidentemente, consultaban entre si lo que debían hacer. Sin darles tiempo para deliberaciones que podrían ser enojosas para nosotros, tomamos los remos y pasamos delante de ellos. Good, parado en la proa, saludaba cortésmente en todas direcciones, quitándose el sombrero y sonriendo con amabilidad.
La mayor parte de los barcos se retiraban a nuestro paso; unos cuantos se mantuvieron firmes, y el barco grande de los veinticuatro remos nos salió al encuentro. Pronto estuvimos al costado, y pude ver que nuestro aspecto, especialmente el de Good y Umslopogaas, produjo en el venerable comandante un asombro que participaba mucho de terror. Su traje era semejante al del hombre que habíamos visto antes; pero la túnica era da blanquísimo lienzo y terminaba por un galpón morado. El kilt y los anillos de oro eran idénticos. Los remeros llevaban solamente un kilt y estaban desnudos hasta la cintura.
Good se quitó el sombrero saludando al anciano, y le preguntó cómo estaba, en el más puro inglés. Aquél respondió colocándose horizontalmente sobre los labios dos dedos de la mano derecha y sosteniéndolos así unos minutos. Supusimos que aquello era el modo de saludar allí. Después nos habló con el tono dulce y agradable que ya habíamos oído antes. y nosotros indicamos por señas que no le entendíamos. Como el apetito era ya más fuerte que todas las cortesías me propuse hacerlo saber también por señas. Abrí la boca, señalé el paladar, y después el vientre. El anciano me entendió perfectamente, porque movió la cabeza y señaló a la bahía. Al mismo tiempo uno de los remeros nos echó un cable, que recogimos y atarnos a la canoa, y así, remolcados por el bote grande y rodeados por todos los demás, nos dirigimos hacia la entrada del río.
Veinte minutos después llegábamos al puerto, lleno a la sazón de botes con gente que había salido a vernos. Observamos que todos eran del mismo tipo, unos más blancos que otros. Algunas mujeres eran tan blancas como las nuestras. Dentro ya de la bahía vimos que el río hacía un recodo, y al penetrar en él, una exclamación de asombro y de delicia brotó de nuestros labios, al ver ante nosotros el sitio que después conocimos como Milosis, o la Ciudad del Ceño (de “mi”, que significa ciudad, y “losis”, ceño).
A unas quinientas varas de la margen del río se elevaba un limpio precipicio de granito de unos doscientos píes de altura, y, sobre él, un gran edificio del mismo granito, con tres fachadas. La cuarta era un muro almenado con una puertecilla en la baso. Después supimos que aquel importante lugar era el palacio de la reina, o mejor dicho, de las reinas, puesto que eran dos.
Detrás del palacio la ciudad se extendía en rampa hasta llegar a un edificio reluciente de mármol blanco, construido en la parte más alta y rematado por una cúpula dorada, que era la que ya habíamos visto desde lejos.
Todos los edificios de la ciudad, exceptuando el que acabo de mencionar, eran de granito rojo; las calles eran magníficas, y las casas, todas de un solo piso, estaban rodeadas de preciosos jardines. Una amplia calle de milla y media de longitud ponía en comunicación el palacio con el edificio de la cúpula.
Enfrente de nosotros estaba la admiración y el orgullo de todo Milosis: la gran escalera del palacio, cuya magnificencia era tal, que quedamos absortos al verla. Imagínese el lector, si puede, una escalinata de sesenta y cinco pies de anchura entre ambas balaustradas, compuesta de dos tramos, cada uno de los cuales tenía ciento veinticinco peldaños de ocho pulgadas de alto y tres pies de anchura. La meseta entre ambos tramos tenía sesenta pies de longitud, extendiéndose desde el muro del palacio hasta el borde del precipicio, y allí, descendiendo, encontraba un canal que conducía al río. Tan maravillosa escalera estaba sostenida por una sola bóveda, enorme, de granito, de la cual la meseta que había entre ambos tramos era la corona.
Aquella maravillosa obra era tan magnífica y extraordinariamente bella, que cualquier hombre podría estar orgulloso de ella. Según supimos más tarde, ideada en la remota antigüedad, fué empezada cuatro veces, y otras tantas se hundió; medio terminada ya, permaneció tres siglos sin concluir, hasta que al fin un joven ingeniero, llamado Rademas, dijo que la terminaría, comprometiendo en ello su vida. Si no llevaba adelante su empresa saliendo airoso de ella, seria despeñado por aquel mismo precipicio que intentaba escalar; y, si lo conseguía, obtendría en recompensa la mano de la hija del rey. Le dieron de término cinco años para llevar a cabo obra tan colosal, proporcionándole cuantos elementos pudiera necesitar. El arco se hundió por tres veces, y viendo que el fracaso era inevitable, Rademas decidió suicidarse al día siguiente del tercer hundimiento.
Aquella noche se le presentó en sueños una mujer muy hermosa que le tocó la frente, y repentinamente tuvo una alucinación en la cual vió la obra terminada: pudo penetrar con la vista en las juntas de las piedras y conocer en qué consistía la dificultad relacionada con el arco volante que había frustrado sus planes. Despertó, empezó de nuevo la obra sobre un plan diferente, y al fin logró concluirla. El mismo día que terminaba el plazo de los cinco años conducía a la princesa, desposada con él, por las suntuosas escaleras del palacio.
A su debido tiempo aquel hombre entró a reinar, porque lo corona correspondía de derecho a su esposa, y fundaron le presente dinastía zuvendi, llamada hasta hoy la “Casa de la Escalera”, probando así una vez más que el talento y la energía son las piedras fundamentales de la grandeza. Para conmemorar su triunfo, el ingeniero forjó una estatua de si mismo, soñando en el momento en que la hermosa dama le tocaba la frente con su varita, y la colocó en el gran vestíbulo de honor del palacio, donde aún existe.
Tal es la gran escalera de Milosis, y tal la ciudad que se extiende tras ella. No es raro que lleve el nombre de “Ciudad del Ceño”, porque esas suntuosas obras de granito pareces mirar ceñudas, en su sombrío esplendor, nuestra pequeñez e insignificancia. La ciudad es sombría a la luz del sol, y cuando las nubes se ciernen sobre su frente imperial, más parece una morada sobrenatural o una fantasía concebida en la mente de un poeta, que una ciudad mortal, como es, socavada por la paciencia del genio, a través de muchas generaciones, en la granítica piedra y en el silencio de la falda de la montaña.
5 Especie de zaragüelles o enagüillas.